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Autor: Ernesto Piñeyro-Piñeyro

Comentario:

"Con Ojos y Oídos de Niño de 84 Años... Clamando en el Desierto". ¡Me han Besado y Acariciado Varios Hombres! No me da pena reconocerlo públicamente. La primera vez, fue a los ocho años de edad. Me besaron con frenesí y acariciaron mi pequeño cuerpo infantil, que sollozaba ahogadamente ante el féretro de mi padre. Fueron mis hermanos mayores, que lo eran solo por siete u ocho años y, sin embargo, entendieron mi intenso sufrimiento de una futura orfandad compartida. Me apretaron entre sus juveniles y trémulos brazos, también ellos lloraban, pero me sentí consolado y protegido por esos besos y abrazos espontáneos. Sus lágrimas abundantes y ardientes, se despeñaban por mi rostro infantil quemándolo. Tres años después, fallecieron mi madre y mi abuela materna y vivimos de manera supersticiosa esos llorosos momentos. Llegamos a pensar que Dios nos estaba castigando por algún pecado infantil que no recordábamos y nos hicimos la pregunta tradicional de los dolientes, ¿Por qué a mí? No encontramos respuesta. La tercera vez, tenía yo diez y seis años, mi hermano Víctor Manuel, se iba a su postgrado en psiquiatría a Gringolandia. Sabíamos que sería una separación de varios años, sin vernos, ni conversar a diario con él, como acostumbrábamos. Un hermano que jamás se negó a escucharnos en nuestras dudas y quejas existenciales incoativas de la adolescencia. Nunca nos dijo, ¡No tengo tiempo! Siempre estuvo presente en esos momentos de duda y asombro juvenil, ante la vida que se presentaba a veces inexplicable e ininteligible para nuestras inmaduras personitas. La cuarta vez que me besaron labios de hombre adulto, cubriendo mis mejillas y frente, con la respiración agitada y el aliento calcinante. Con fuertes caricias y abrazos masculinos, con torrentes de cálidas lágrimas de ambos, mezclándose en su descenso por nuestros rostros, fue cuando murió mi amada pequeña hija. No me dejaron solo y el hecho de tener ellos hijos de la misma edad que mi bebita, los hacía más empáticos conmigo. Creo que es una de las cosas que más confortan a los dolientes, un fuerte y estrecho abrazo y los besos genuinos, asexuales, espontáneos llenos de afecto, de quienes nos aman y de esa manera nos dicen, ¡Aquí estoy, a tu lado! Que no nos ofrecen condolencias huecas o palabras sin sentido, porque en esos momentos nada nos consuela. ¡Gracias Dios Mío! Por esos hermanos mayores que me diste, que jamás me dejaron solo en momentos cruciales de mi vida. Que, en mi infancia, me llevaron en sus hombros o de la mano con suave firmeza, sin soltarme ante los peligrosos pozos de los ciegos y los tuertos. En la adolescencia, me sostuvieron con fuerza de los brazos, aunque seguía siendo menor que ellos. Ya en la vida adulta, cuantas veces necesite su ayuda, me la dieron y apoyaron incondicionalmente, sin reclamos. Ya todos ellos han partido de este verdadero Valle de Lágrimas y los extraño, aunque a veces aparecen en mis sueños y me despierto con una bella sensación de haberlos tenido cerca de mí. ¡Gracias mil, de nuevo Señor! Nota bene; A los deudos y dolientes por un hijo, lloren hasta que se sequen sus ojos. Permitan que los besen y los abracen sus seres queridos, no crean a los que dicen que pronto hallarán consuelo y olvido, son mentiras. Una cosa es cierta, esas heridas de la vida, jamás se cierran o cicatrizan, al menor contacto, se abren. Cuando te hablen de Duelo Patológico, sean psicólogos, psiquiatras o psicoanalistas, recházalos, este duelo ¡no existe! Y recuerda el refrán árabe, "Ningún hijo debe morir antes que sus padres". Te ayudará a entender lo que muchos padres pasaron por este trance, antes que tú. Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

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